La felicidad de los pececillos by Simon Leys

La felicidad de los pececillos by Simon Leys

autor:Simon Leys [Leys, Simon]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Arte, Crítica y teoría literaria
editor: ePubLibre
publicado: 2008-01-01T05:00:00+00:00


Aunque Ciudadano Kane haya podido ser interesante para los estadounidenses, estaba completamente pasada de moda para nosotros, pues toda la película se basaba en un malentendido que afectaba a la naturaleza misma del cine. Esta película está ligada al pasado, mientras que todos sabemos que el cine debe ser un arte del presente: «Yo soy el hombre que está besando a la muchacha, yo soy la muchacha que se deja besar, yo soy el indio que es perseguido, yo soy el tipo que persigue al indio». Cualquier película ligada al pasado es la antítesis del cine; Ciudadano Kane no podría ser, pues, cine.

La revista inglesa añade que este artículo tuvo una gran resonancia en la época y fue en parte responsable de la mala acogida que el público intelectual de París dispensó a continuación a El cuarto mandamiento.

MALENTENDIDO CREADOR Hay obras que ganan al no ser comprendidas.

Una periodista que entrevistaba a Julien Green (hace ya bastante tiempo de esto) descubrió que éste era un espectador asiduo de las películas de James Bond. Pero, según una persona que le acompañaba a veces al cine, parece que el escritor se hacía un lío tremendo con la trama argumental. Esto, evidentemente, lo explica todo: la intriga más idiota debe de adquirir turbadoras honduras tras haber pasado por los filtros y los alambiques del autor de Moira.

En el terreno de este tipo de malentendidos creadores, recuerdo determinados públicos africanos cuya imaginación rayaba en lo genial. En mi juventud, hice un curioso viaje a pie a una región desfavorecida del Kwango, en el país de los bayaka. De vez en cuando venía allí, a los pueblos de la sabana, un comerciante griego equipado con una camioneta y un grupo electrógeno a organizar sesiones de cine ambulante (os hablo de antes de la Independencia; pues hoy, aun en el supuesto de que siguiera habiendo griegos emprendedores en la región, dudo que pudieran encontrar todavía pistas practicables para llegar a esas remotas aldeas). Las películas que proyectaba el griego eran viejas producciones de Hollywood con mujeres fatales, teléfonos blancos y gánsteres con puros y trajes a rayas. ¿Contaban estas películas con banda sonora? La verdad es que habría sido de escasa utilidad, pues los espectadores sólo comprendían el kiyaka. En cambio, inventaban, a partir de esas imágenes inciertas que bailaban en una pantalla improvisada en la noche rechinante de insectos, unas epopeyas prodigiosas que sobrepasaban con creces todo cuanto hubiera podido concebir nunca la imaginación de los guionistas de Hollywood.

Los únicos actores negros que aparecían en las películas estadounidenses de esa época eran invariablemente relegados a insignificantes papeles de figurantes mudos: un portero de hotel, un limpiabotas, la cocinera de una mansión, un mozo de equipajes, etcétera. Pero era en ellos en quienes se concentraba todo el interés apasionado de los espectadores. A los ojos de éstos, se convertían en los verdaderos héroes de la película: y, por otra parte, la propia rareza de sus apariciones no hacía sino confirmar esta importancia oculta y fundamental de sus papeles que les prestaba la inspiración colectiva de los espectadores.



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